sábado, 26 de abril de 2014

EL ALTAR DE LOS DIOSES.








EL ALTAR DE LOS DIOSES
Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero

“Cuanto mejor   es uno, tanto más difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros”
Marco Tulio Cicerón.

Las calles bogotanas, espejos de tantos transeúntes venidos de tantos lugares, tan lejanos como sus conciencias,  saben muchas historias repetidas en las sombras o a cielo abierto. Saben de tranvías soberanos y gentes sorprendidas en mitad de sus zozobras. Saben de fugitivos agrestes venidos del fusil y la malaria. Saben de Gaitanes, de Galanes y de Juanes, enjaulados en la misma jaula. Saben de virreyes otoñales y provenzales damiselas, dadivosas de “La Patria Boba”. Saben de las trifulcas de “Chulavitas” y “Legitimistas”, heredados de la demencia histórica  de un país sin memoria. Saben de cachacos, de esos que tomaban café en el “Automático” y se  embriagaban con los versos de León de Greiff y de tristes mercachiles que caminaban sin rumbo buscando su destino en cualquier puerta o en cualquier lugar de mala muerte. Las calles de Bogotá, embadurnadas de amarillo azul y rojo (más de azul y rojo, como lo atestiguan los tristes episodios que llevaron a liberales  y conservadores a teñirse de crímenes y demandas descomunales), saben de la longevidad de las premisas que nos hacen pequeños aposentos donde se deposita la sordidez colombiana. Saben ellas, que en cada esquina un usurero espera, un delincuente trasnocha, una mujer redime su nostalgia, un pastor ridiculiza a los fieles, un anacoreta repasa sus paisajes internos, un jesuita, rememora la victoria final sobre el cadáver de Jorge Eliecer Gaitán, un eremita se recuerda así mismo la lejanía del poder,  una doncella se niega a retroceder  ante un halago, un hidalgo caballero se embrutece tomando whisky barato, un jornalero repasa la besana, mientras bosteza con desgano, un banquero atraviesa el parque Santander haciendo cálculos mercantiles donde el país cabe de bruces río abajo, un filipichín hace contorsiones presidenciales, un policía practica el deporte extremo de jugar naipe, un esmeraldero se persigna con cien joyas, un utilitarista de ultrasonido averigua los datos del último androide, un ministro se rebaja a hablar con los de “Chocato” al pie, un peregrino pregunta por un tal Melquiades o un tal Gabo o un tal Aureliano Buendía… todo parece indagar por una identidad perdida en esta metrópoli, donde todo es posible: La Universidad, el apostador de carreras, las bibliotecas enormes, los parques macilentos de agobiadores paseantes, el teleférico, el trasnmilenio, los muy conocidos, los sin nombre, los desplazados, las marionetas de la farándula, los medios de comunicación y el señor presidente con su corte de parlamentarios lánguidos de tanto contestar  lista a deshoras. La ciudad  recibe a todos por igual, con sombrero de jipijapa, o con sombrero voltiao, con remilgos de terrateniente y simplemente “Patirrajaos”. La ciudad, enaltece a unos, humilla a otros y embrutece a muchos.



De ese país de la “Carranga”, de ruana arremangada, y de coyunta pelada, surge una sociedad llena de estigmas: de desplazados, arribistas, politiqueros de medio pelo, militares remilgados que se maquillan antes asomarse a los noticieros de televisión, congresistas corruptos, paramilitares, guerrilleros, Urabeños, Aguilas negras y toda esa laya de engendros. Sin embargo, a ese país pertenecemos. A él nos debemos y en él nos sumergimos en el diario vivir.



Las universidades cumplen su oficio de educar, para un país desconocido, donde la retórica del miedo, parece el más precioso discurso. La apología de la discordia con rostro amable. Pero la universidad es otra cosa. Allí se debaten las ideas. Se instruye en eso que Cicerón enfatizaba con mucho empeño: “Cuando los tambores hablan, las leyes callan”. Hay un lenguaje que tal vez en “Enemigos” de Vicky, se resuelva mejor. La formación académica es la garantía para emplazar una sociedad puesta en duda por la propias instituciones.




Macaravita, acaba de anotarse un nuevo triunfo con el grado de abogada de la Universidad Nacional  de CATALINA GUTIÉRREZ GÓMEZ, hija de José Valeriano Gutiérrez Rivero y Zayde Gómez Rivero. Un triunfo que cuesta un arpegio en la consagración de un país sitiado por las leyes y por sus intérpretes. En ella descansa una esperanza, para reivindicar el encargo profesional del abogado para interpretar y entender una sociedad enrarecida por los tiempos modernos. En ella Macaravita, pone sus esperanzas  para encontrar la balanza, hace tiempo perdida de la justicia. En ella, está el honor y el orgullo de un pueblo, de una familia, de una comunidad. Macaravita está de fiesta y la fiesta durará mucho tiempo. Ella se une a los brillantes exponentes de la Universidad Nacional hijos de Macaravita, que asombran el mundo con su inteligencia y preocupación por el bienestar de la humanidad. Sabe Catalina que en cada rostro asoma el vestigio de una historia escrita por las manos del destino y que para llegar lejos, se ha de estar dispuesto a la constancia y sacrificio para pulir el tesoro espiritual. Su tarea está llamada a dignificar la profesión y la grandeza de este pueblo.


Catalina, dueña de una especial sensibilidad por lo social, inteligente y sabia, sabrá descifrar el camino que ahora comienza en ese largo y enigmático sendero de la jurisprudencia, por donde deambulará siempre en defensa de los débiles, inscrita en la verdad y la virtud que debe rodear al buen profesional. El derecho, es un arribo a eso que la ley inventó para castigar a los hombres cuando se infringe la estabilidad de una comunidad o de un individuo. Diríase que es la infracción a una ley natural, lejos de los embelecos humanos, pero como estamos en un mundo  donde el poder siembra de piedras el camino, habrá de incursionar en el difícil arte de discutir con el estado por qué hace del hombre un simple pretexto de pretensiones nada sacrosantas a la hora de medir las culpas, así como si Dios siempre estuviera de su parte, así como Voltaire no respetó a los defensores de la fe, de quienes decía refiriéndose a la santa inquisición que eran santos doctores vestidos con plumas de lechuza y Milton nos respetó a los defensores de Carlos I.


A Catalina, corresponde ahora, navegar por el tejido social buscando una razón para defender, conforme lo ordena la ley colombiana y claro, sus propias convicciones, y aunque el abogado debe hablar, no hay que olvidar que "La primera virtud es frenar la lengua, y es casi un dios quien teniendo razón sabe callarse" dice el sabio.



Tal vez Catalina se acuerde ahora cuando al llegar a ese pueblo monolítico,  dónde su padre le había dicho que había bulla de matachines en el aire,  y una cierta nostalgia por el Mohán de “La Peña del Tambor”,  se maravilló al ver el nevado y en esas calles la suerte de una comunidad arrasada por el oleaje del olvido, o tal vez el aire limpio la hizo exclamar: este pueblo me gusta porque aún no está contaminado por la modernidad.  No sabía ella, que al llegar empezaba a formar parte de los sueños perdidos, y las historias mal contadas que aún andan detrás de los quicios de las puertas atormentando a sus habitantes. Que este pueblo sometido a los vientos del nevado, también fue sometido a los vientos de la intemperancia partidista y que más allá de la aparente realidad, parpadea un panorama de humillante decepción en el desamparo del gobierno nacional. Que no ha valido el clamor de Edbertho Leál, ni el empeño de los habitantes por alejar el aire inmisericorde del recuerdo, para  vivir en paz.


Pero, "Lo que embellece al desierto es que en alguna parte  esconde  un pozo de agua" al decir de Antoine de Saint-Exupery Escritor francés y eso esperamos: encontrar la fuente dónde beber el agua fresca donde se refugie la historia y no haya corazones atormentados, pues Macaravita es más que un lugar de comerciantes y capítulo de episodios mal contados: es el lugar donde se levanta temprano el sol y se refugia al atardecer tras del alto de los rayos a meditar la grandeza de estas gentes.

Catalina: recuerda que un hombre de virtuosas palabras no siempre es un hombre virtuoso, como dijo Confucio. Cada palabra en este oficio y en el de todos los seres humanos,  ha de consultar por el réquiem  de quien las escuche a deshoras. La universidad lo habrá dicho con más cautela, con más profundidad, con más acierto. Cada palabra es un tesoro para quien la sabe utilizar y una ruina para quien la administra mal. Que su camino sea siempre la verdad, aunque de ella vitupere el mundo.

Macaravita está de fiesta. Otra profesional y otra esperanza.
Suerte Calatina.