jueves, 21 de agosto de 2014

LA CAMPANA DEL MOHÁN






LA CAMPANA DEL MOHAN

Por Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
El  mundo es el telón donde
 vacilan nuestras imágenes
Omar Khayyam




Fue necesaria la  fuerza de sesenta cargueros colosales para transportar las cuatro campanas desde Capitanejo hasta el pueblo. Sesenta jornaleros, hechos a fuerza trabajo y azadón, los más dotados, los más apuestos, atléticas estampas de  Olimpia. La aurora los vio alzar los yugos atados en paralelas de ocho hombres por campana, los demás esperaban ansiosos. El aire tibio  juega en las ariscas cabelleras. Un cielo poblado de estrellas alumbra el amanecer. El padre Carlos inició  el ritual de la jornada con una crucial oración, a la que respondieron todos, menos uno, “Amén”. Crujieron los yugos sobre los duros hombros y el cortejo comenzó. Presidía el padre Carlos,  montado en un brioso alazán, lo acompañaban  dos edecanes descomunales y el sacristán.

En el paso de la quebrada de “Hoya Grande” fue necesario detenerse. La cascada salpicaba perlas de luz sobre los cuerpos afiebrados. Un carguero corpulento, tez morena, sombrero ancho, bigote ensortijado y ojos profundos, pareció salir de la cascada para decir “dejen esa campana”, pero el padre Carlos, sin escuchar dijo “Sigamos”. Las campanas pesaban toneladas. Virtuosas y sonoras fueron traídas de Huesca, otras de Rere, donde un terremoto había destruido el pueblo y las gentes aportaron joyas, oro, y metales para fundir las campanas que al final quedaron con tal musicalidad y potencia que se escucharían con total claridad a grandes distancias, tal vez en memoria de los ángeles venidos del cielo a consolar a los moribundos de ese pueblo ubicado al sur de Chile. El padre Carlos hizo contacto con un mercader egipcio quien asombrado de las alturas de la cordillera central, prácticamente se las regaló por un precio irrisorio. El mercader le dijo que su barco había zozobrado en el mar de las Antillas y que regresaría tranquilo a Samarkanda, sabiendo que sus campanas estarían a salvo en las montañas de Macaravita, eso les dijo el padre Carlos a los feligreses desde el púlpito y remató con el texto: “Mentem sanctam voluntatem honorem deo et patria liberacionem”, aludiendo tal vez a las prédicas de San Agustín, sobre el cultivo de las virtudes.

El agobiante ascenso a “Loma Colorada” se hizo por caminos prehistóricos, pero estos héroes monolíticos  no exhalaron una queja, nada, en sus ojos de piedra, se reflejaba un paisaje de mirlas y carpinteros.



Bajo el árbol de cují, más allá de los dividivis y los cactus una mujer les dio a beber guarapo hecho con supias milagrosas de fermentaciones rápidas y cortesanas recordaciones. Pasaron los zanjones de  Gorguta y por fin divisaron los valles de “Buena vista”, donde justo Abel  Quintero se enamoró de una hermosa   niña de nombre  Blanquita,  de ternura inefable, a la que amó con indecible devoción hasta la muerte  con  amor  impostergable. El padre agradeció a Rosa Gayón, maestra de la vereda, su proverbial saludo con niños y todo. Preguntó por los hermanos Martín y Antonio a quienes recordaba por sus maneras simpáticas de contar oprobiosas historias de mohanes y mancaritas. El hombre del bigote, sonrió como si en esa sonrisa abarcara el misterio del mundo.

 

Después de “Cruz grande”, los cargueros se negaron a descansar. A veces los pies se hundían en la tierra dejando huellas que ni el tiempo  borraría. La noche empezaba a desencadenar fantasmas cuando llegaron a Macaravita. La multitud  expectante los proclamó héroes invencibles. Las cuatro campanas más sonoras del mundo estaban en el atrio del templo. Subirlas a la torre y dejarlas listas para llamar a misa fue asunto de niños para esos bravíos exponentes de Espartaco, pero cómo colocaron la más grande en lo  más alto, sí era extraño, por las dificultades, la falta de espacio y la fuerza requerida, pero sucedió. La campana resplandeció a la luz de la luna  como estandarte de la proteica faena y el padre dijo “Padre nuestro que estás en los cielos…”  Todos inclinaron las cabezas y la oración pasó por encima, como el ala de un ángel protector de tantas dudas y fracasos en los reinos de Dios, para hacerse a la voluntad de convertirse en seres humanos con pretensiones divinas. La luna resplandecía en lo alto en gigantescas perlas de plata.



De pronto, se oyó un trueno espantoso y del alto de “Los Rayos” descendió un rayo, zigagueó sobre la gran cúpula de las campanas y encegueció a la  aturdida multitud. Alguien vio o creyó ver la figura de un hombre de sombrero grande y ojos encendidos saltar desde el campanario al atrio, pero no se atrevió a afirmarlo, por lo inverosímil y  la impresión del momento. El padre pidió calma. Se oyó después  galopar  una bestia por la calle empedrada hasta la esquina de los escapularios. El hombre del bigote, se acercó al padre y le dijo: “La campana es mía, padre”, “Claro y mía y… de..,”pero no alcanzó a terminar la frase, el hombre lo miró casi con desdén, montó sobre la mula arisca y travesó la calle real a galope. En la loma de  los eucaliptos se oyó un relincho que todavía recuerdan los moradores de Macaravita como el presagio de  los siguientes sucesos.

 Iría por la quebrada de “Mortiño”, donde Policarpo Camacho,  pensaba en su amigo Valeriano Gutiérrez, conversador furibundo y arriero de generaciones de irrenunciables convicciones políticas, cuando se oyó un estruendo, allá en “La Peña del Tambor”,  parecido a un trueno subterráneo que fue en aumento hasta iluminar la Cueva del Mohán. Los cargueros acostumbrados a esos fenómenos de gigantescas proporciones, apenas si le prestaron atención y sonrieron como si fuera lo más natural del mundo. Uno de ellos sonrió y dijo: “El Mohán está bravo, algo va a pasar” y se quedó pensando en las desaforadas carreras que hacía desde “El Jaguí”, hasta “La Bricha” y luego al alto de “San Gabriel”, para llevar las muestras fisiológicas de algún enfermo a Don Isidoro, médico homeópata de gran prestigio a quien los enfermos le tenían una fe mahometana y regresaba al atardecer a rajar leña, así  como si nada, con  su insólita corpulencia hecha de robles y piedras


La noche  se perdió en las inmediaciones del miedo. Después de las doce, se oyó el galopar frenético  de un caballo por las calles empedradas. Iba y venía por la calle de los Quintero, bajaba hasta la casa de Gregoria Veloza, donde Segundo Castellanos vio espantos y oyó sonidos del más allá, subía luego por la calle de las Eslava, frente a la casa de Gregorio Quiroz parecía detenerse, pero después arreciaba el infernal galope.

 Así hasta el amanecer. Hasta cuando cantó el gallo y entonces, quedó el silencio flotando como una hojarasca.  Nadie durmió, pero tampoco nadie se atrevió a mirar por la ventana, por temor a encontrarse con algún fantasma de esos  que aseguraba Felix Crispín, el del armonio mágico, suelen salir a recorrer el pueblo y a dejar intacta la fe  en las cosas ocultas.


El día empezó a clarear desde los resplandores suntuosos del nevado del Cocuy. Rosana, con pañolón y percal llegó presurosa a la casa cural “Padre, échele agua bendita a este pueblo”, “¿Qué pasó doña Rosana”, dijo el padre, arreglándose la sotana. “Terrible padre” y se echó a llorar, “una bestia enorme que echaba chispas por los ojos y sacaba candela al empedrado, galopó y galopó, toda la noche”, “Debe usted confesarse doña Rosana esas cosas… un momento”, y ascendió por las escaleras del campanario. Un extraño presentimiento le aceleró el corazón. Sintió un gran alivio cuando estuvo frente a las tres maravillosas campanas hechas para dar notas celestiales y alegrar a los feligreses, pero cuando ascendió al siguiente palco, donde habían instalado la más grande,  quedó estupefacto. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Inexplicablemente la campana no estaba. Entonces tocó con frenesí las otras campanas, hasta caer extenuado. Abel Sánchez, el eterno sacristán, lo ayudó a bajar. Un gentío apresurado,  colmaba el atrio. “¿Qué pasa padre?”, preguntó alguien, “Se robaron  la campana”,  les grito. Una rezandera pensó en los cargueros de Chinivaque, otra en los de Bóriga y otra en los de la Palma. La confusión desató el demonio de la incertidumbre. Entonces entraron de rodillas al templo como acostumbraban cuando algo terrible sucedía y se quedaron pensando en las cosas de Dios y en las del más allá como si  ya estuvieran en esos predios ajenos al entendimiento.


 De pronto se oyó el tañir de una campana muy cerca, pero al salir se oyó allá a lo lejos en la peña del Tambor. Rosana creyó ver el hombre del bigote con el sombrero alón, sonrisa desmemoriada y ojos encendidos. Eso dijo después cuando discurría la noticia irremediable, sobre ese pueblo de calles empedradas, donde Pedro Juan Castellanos, escuchó  muchas veces impasible las historias del Mohán de la Peña del tambor.  Desde entonces, se le oye repicar de manera  infalible, los viernes santos a las tres de la tarde, arriba en la cueva del Mohán.






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